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adecuado, y las condiciones eran normales, se me permitiera avanzar hasta las posiciones de Feisal en Yebel Subh; y Abdulla, bajo la influencia directa de Storrs,convirtió este mensaje condicional en directas instrucciones escritas a Alí para que me proporcionara las mejores y más rápidas monturas que pudieran conducirme, de manerasegura, hasta el campamento de Feisal. Siendo esto todo lo que yo deseaba, y a mediaslo que era el deseo de Storrs, nos dispusimos a probar el almuerzo.
 
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CAPÍTULO IX
Yeddah nos había agradado, mientras marchábamos a pie hasta el Consulado, asíque, concluido el almuerzo, y cuando hacía ya un poco más de fresco, o al menos el solno estaba ya tan alto, salimos a deambular y echar una mirada bajo la guía de Young, elayudante de Wilson, un tipo que encontraba buenas muchas de las cosas del pasado, pero nada buenas muchas de las cosas del presente.Se trataba, en verdad, de una ciudad notable. Las calles eran en realidad callejas,techadas con madera en el bazar principal, pero en el resto abiertas al cielo por la pequeña brecha que quedaba entre los soberbios alerones de las casas de blancos muros.Éstas tenían de cuatro a cinco pisos, y estaban construidas sobre gruesas vigascuadradas y decoradas con amplias ventanas de madera gris que iban desde el suelohasta el techo. No había cristales en Yidda, sino una profusión de hermosas celosías, y bellos cincelados en relieve sobre los paneles de las galerías salientes. Las puertas eran pesados batientes de doble hoja hechos en madera de teca, profusamente esculpidos, y amenudo dotados de postigo; tenían también ricas aldabas y picaportes de hierro forjado.Podían verse muchas molduras u ornamentaciones de yeso, y en las casas más antiguasremates y jambas de piedra que se abrían sobre los patios interiores.La arquitectura parecía una especie de enloquecido estilo isabelino, mezcla demadera y piedra, en su barroca variante de Chesire, pero chabacana en grado sumo. Lasfachadas de las casas estaban tan llenas de grecas, recortes y recovecos que parecían unrecortable romántico de cartón para un teatrillo. Cada piso se proyectaba hacia fuera,cada ventana se inclinaba a un lado u otro, con frecuencia las mismas paredes sehenchían hacia fuera. Era como una ciudad muerta, tan limpia y tan quieta parecía. Suscalles lisas y tortuosas estaban pavimentadas de fina arena apelmazada y asentada por eltiempo, tan suave para discurrir por ella como una alfombra. Las celosías y recovecosde las paredes amortiguaban cualquier reverberación de la voz. No había carruajes, nicalle alguna que permitiera su tránsito, ni animales de carga, ni actividad por partealguna. Todo era susurrante, tenso, furtivo incluso. Las puertas de las casas se cerrabansigilosamente a nuestro paso. No había perros alborotadores, ni niños llorones; enrealidad, excepto en el bazar, semidormido, había pocos viandantes de cualquier tipo; ylas escasas personas con quienes nos topamos, todas ellas macilentas, como si padecieran alguna enfermedad, con las caras huesudas, lampiñas y los ojos hundidos, sedeslizaban a nuestro lado con cautela, sin mirarnos. Sus blancas y sumarias ropas, susafeitados cráneos recubiertos con birretes, sus rojos chales de algodón sobre loshombros y sus pies desnudos daban a todos el aire de ir uniformados.La atsfera era opresiva, mortal. Parea no haber vida en ella. No eraabrasadora, pero estaba impregnada de humedad y daba una sensación de vejez ycansancio que no podría encontrarse en ninguna otra parte: no una erupción de olores,como en Smirna, Nápoles o Marsella, sino una sensación de prolongado uso, deexhalaciones de mucha gente junta, de continuados baños de vapor y sudoresacumulados. Podía decirse que durante años Yidda no había sido barrida por una fuerte brisa, que sus calles conservaban el mismo aire de año en año, desde el día en quehabían sido construidas y hasta tanto se tuvieran en pie. Nada había que comprar 
 
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tampoco en los bazares.Al anochecer sonó el timbre del teléfono; y el jerife convocó a Storrs al aparato.Preguntaba si no estaríamos interesados en escuchar a su banda de música. Storrs,asombrado, preguntó qué banda de música, y felicitó a su santidad por sus grandes progresos civilizadores. El jerife explicó que los cuarteles del Alto Mando turco delHeyaz habían tenido en su día una banda de instrumentos de metal, que tocaba cadanoche ante el gobernador general, y cuando éste fue capturado en Taif por Abdulla, su banda cayó con él. Los restantes prisioneros fueron enviados a Egipto para suinternamiento; pero la banda quedó exenta de este envío y fue llevada a La Meca paraentretener a los vencedores. El jerife Hussein había colocado su auricular descolgadosobre la mesa de su vestíbulo, y todos nosotros fuimos llamados uno por uno alteléfono, para escuchar la ejecución de la banda que tenía lugar en su palacio de LaMeca, a cuarenta y cinco millas de distancia. Storrs expresó el agradecimiento de todos,y el jerife, redoblando su generosidad, contestó que haría que la banda se trasladase aYidda a marchas forzadas, para tocar también en nuestro patio central. «Y», añadió,«ustedes harán entonces el favor de llamarme por teléfono, para que yo pueda tener laoportunidad de compartir su placer.»Al día siguiente, Storrs visitó a Abdulla en su tienda situada en las proximidadesde la tumba de Eva; juntos inspeccionaron el hospital, los barracones y la oficina de laciudad compartiendo la hospitalidad del alcalde y del gobernador. En los intermedios detales tareas, hablaron de dinero, y del título del jerife, así como de sus relaciones con losrestantes príncipes de Arabia y la marcha general de la guerra: todos los lugarescomunes que era preciso examinar entre los representantes de dos gobiernos. Eran unasreuniones tediosas, y de la mayor parte de ellas conseguí excusarme, dado que despuésde nuestra entrevista de la mañana ya había decidido yo que Abdulla no era el líder quese necesitaba. Le habíamos pedido que esbozara la génesis del movimiento árabe, y surespuesta aclaró su carácter. Había empezado con una prolija descripción de Taalat, el primer turco que habló con él de la intranquilidad que se percibía en el Heyaz. El queríaverlo adecuadamente sometido y con el servicio militar implantado, como en lasrestantes regiones del Imperio.Abdulla, para anticipársele, había ideado un plan de insurrecciones pacíficas entodo el Heyaz, y, tras sondear sin resultado a Kitchener, había fijado el comienzo dedicho plan, provisionalmente, para 1915. Su intención era convocar a las tribus durantela festividad, y tomar como rehenes a los peregrinos. Lo que hubiera significado ladetención de muchas de las grandes personalidades turcas, además de otros prohombresmusulmanes de Egipto, la India, Java, Eritrea y Argelia. Con varios miles de rehenes ensus manos esperaba llamar la atención de las grandes potencias interesadas. Pensaba queempezaría a ejercer sus presiones sobre la Puerta para conseguir la liberación de susconnacionales. La Puerta, entonces, incapaz de intervenir militarmente en el Heyaz,hubiera tenido, o bien que hacer concesiones al jerife, o confesar su incapacidad ante losestados extranjeros. En este último caso, Abdulla se hubiera dirigido a ellosdirectamente, dispuesto a negociar sus exigencias a cambio de garantías de inmunidad por parte de Turquía. No me gustó semejante esquema, y me alegré cuando explicó concierto tono de mofa que Feisal, asustado del plan, había rogado a su padre que no losiguiera. Era algo que honraba a Feisal, hacia quien empezaban a dirigirse ahora misesperanzas sobre la necesidad de un líder.Al anochecer, Abdulla vino a cenar invitado por el coronel Wilson. Lo recibimosen el patio, sobre las escaleras de entrada. Tras él venía su brillante cortejo de sirvientesy esclavos, y siguiendo a éstos una sombría comitiva de hombres barbudos, macilentosy apesadumbrados, vestidos con ajados uniformes militares, y equipados con deslucidos
 
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instrumentos musicales de metal. Abdulla los señaló con ampuloso gesto y graznó condeleite: «Mi banda de sica.» Los acomodamos sobre unos bancos en el patiodelantero, y Wilson les hizo llegar cigarrillos, mientras nosotros subíamos al comedor,donde el cerrado balcón fue abierto por completo, y ávidamente, para dejar penetrar la brisa marina. Mientras tomábamos asiento, la banda, rodeada por las espadas y fusilesde la guardia de corps de Abdulla empezó a interpretar, cada músico por su lado,afligidos aires turcos. Nuestros oídos estaban a punto de estallar con semejanteestrépito, pero Abdulla estaba transportado.Fue aquélla una curiosa reunión. El mismo Abdulla, vicepresidente
in partibus
delgabinete turco, y ministro real de asuntos extranjeros del Estado Árabe rebelde; Wilson,gobernador de la provincia sudanesa del Mar Rojo, y ministro de Su Majestad ante el jerife de La Meca; Storrs, secretario para Oriente sucesivamente de Gorst, Kitchener yMcMahon en El Cairo; Young, Cochrane y yo mismo, asignados al Estado Mayor;Sayed Alí, un general del ejército egipcio, comandante del destacamento enviado por elSirdar para prestar ayuda a los árabes en sus primeros esfuerzos militares; Aziz elMasri, jefe, en aquel momento, del Estado Mayor del ejército regular árabe, pero en otrotiempo rival de Enver, líder de las tropas turcas y senussís contra los italianos, y principal conspirador de los oficiales árabes del ejército turco contra el Comité de laUnión y el Progreso, un hombre condenado a muerte por los turcos, por prestar obediencia al Tratado de Lausana, y salvado por 
The Times
y por lord Kitchener.Cansados de la música turca, pedimos música alemana. Aziz salió al balcón yordenó en turco a los hombres de la banda que tocaran para nosotros algo extranjero.Atacaban ruidosamente
 Deutscheland über Alles
en el momento mismo en que el jerifellamó desde La Meca para escuchar la música de nuestra fiesta. Pedimos más músicaalemana; y la banda interpretó
 Eine feste Burg 
. Y al llegar a la mitad se desvaneció todoen una desmayada discordancia de tambores. Los húmedos aires de Yidda habíandestensado el parche. Pidieron que les trajeran fuego; y los sirvientes de Wilson y losguardias de Abdulla llevaron paja y cartón de embalaje. Recalentaron los tamboresdándoles vueltas y más vueltas frente a las llamas y luego pasaron repentinamente a loque dijeron era el
 Himno del Odio
, aunque ningún europeo pudiera reconocer en él progresión musical alguna. Sayed Alí se giró hacia Abdulla y le dijo: «Es una marchafúnebre.» Los ojos de Abdulla se abrieron de par en par; pero Storrs, que intervinorápidamente para ir en su rescate, lo convirtió todo en una broma; finalmente, enviamosnuestra recompensa en forma de sobras del banquete para los penosos músicos, que nohallaban el menor placer en nuestras alabanzas, y pedían en cambio ser devueltos a suscasas. A la mañana siguiente dejé Yidda en barco, camino de Rabegh.
 
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CAPÍTULO X
Fondeado en Rabegh se hallaba el
 Northbrook 
, un buque de la Marina india. A bordo se hallaba el coronel Parker, nuestro oficial de enlace con el jerife Alí, a quienhabía enviado mi carta de parte de Abdulla, transmitiéndole las «órdenes» de su padrede hacerme llegar hasta Feisal. Alí titubeaba, pero no podía hacer nada, ya que su únicotelégrafo con La Meca era el que tenía el barco, y le daba vergüenza tener queutilizarnos para transmitir mensajes personales. Así que hizo cuanto estuvo de su parte,y me preparó su propio camello de montar, ensillado con su propia silla, yacondicionado con lujosos arreos y almohadillados de marroquinería del Neyed,adornada con taraceas de diversos colores, flecos trenzados y redes entretejidas defilamentos melicos. Como persona de confianza para acompañarme hasta elcampamento de Feisal eligió a Tafas el Raashid, miembro de los hawazim barb, juntocon su hijo.Se tomó tantas molestias conmigo en gracia a la presencia de Nuri Said, oficial delEstado Mayor bagdadí, con quien yo había trabado amistad en El Cairo, estando élenfermo. Nuri era en aquel momento segundo en el mando de la fuerza regular que Azizel Masri estaba reclutando y entrenando allí. Era un jeque sulut del Hauran, y había sidoanteriormente funcionario del Gobierno turco, del que había desertado escapando através de Armenia durante la guerra, hasta lograr unirse a Gertrude Bell en Basra. Éstame lo había enviado con una cálida recomendación.También a Alí llegué a tomarle un gran afecto. Era de estatura media, delgado ycon apariencia de tener más de sus reales treinta y siete años. Era un poco cargado deespaldas. Su piel era cetrina, sus ojos grandes, profundos y castaños, su nariz fina y más bien aguileña, su boca con un rictus triste y alicaído. Tenía una rala barba negra ydelicadas manos. Sus maneras eran dignas y admirables, pero directas; y me pareció un perfecto caballero, escrupuloso, sin gran fuerza de carácter, nervioso y más bienfatigado. Su debilidad física (sufría de consunción) lo hacía presa de repentinos raptos pasionales, precedidos y seguidos de prolongados estados de enfermiza obstinación. Eraun tipo libresco, entendido en leyes y religión y piadoso casi hasta el fanatismo.Demasiado consciente de su alta estirpe para ser ambicioso, su naturaleza era en excesoíntegra para ver o sospechar motivos interesados en quienes lo rodeaban. Era, por tanto, presa fácil de cualquier constante compañero, y demasiado suspicaz como gran líder  para poder ser aconsejado, si bien su pureza de intenciones y su conducta le ganaban elafecto de cuantos entraban en contacto directo con él. Si Feisal demostraba no ser el profeta esperado, la revuelta podía bien llevarse a cabo bajo la conducción de Alí. Loconsideré mucho más definitivamente árabe que Abdulla, o que Zeid, su medio hermano pequeño, que lo ayudaba en Rabegh, y vino con Alí, Nuri y Aziz hasta los palmerales para verme partir. Zeid era un joven tímido, blanco y lampiño de aproximadamenteunos diecinueve años, tranquilo e impertinente, y nada fanático de la rebelión. Enrealidad, su madre era turca; y había sido criado en el harén, así que difícilmente podíasentir simpatía por un renacimiento árabe, pero aquel día hizo todo lo posible por resultar agradable, y superó en esto a Alí, tal vez porque sus sentimientos no resultabantan heridos como los de aquél, al ver partir a un cristiano hacia el interior de la
 
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Provincia Santa bajo los auspicios del mismo emir de La Meca. Zeid, por supuesto, eraaún menos que Abdulla el líder nato que yo buscaba. Con todo, me cayó bien, y pudever que llegaría a ser un hombre decidido cuando lograra encontrarse a sí mismo.Alí no quiso dejarme salir hasta la puesta del sol, no fuera a ser que alguno de susseguidores pudiera verme partir. Mantuvo en secreto mi viaje incluso ante sus esclavos,y me dio una capa árabe y un pañuelo con los que envolverme todo yo y ocultar miuniforme, de modo que pudiera presentar la adecuada silueta sobre el camello en laoscuridad. No llevaba comida conmigo, por lo que instruyó a Tafas para que tomaraalguna con que almorzar en Bir el Sheik, el primer lugar habitado que encontraríamos, asesenta millas de distancia, y le recomendó del modo más severo que se abstuviera desatisfacer mi curiosidad durante todo el camino, y que evitara los campamentos y todotipo de encuentros. Los masruh harb, que habitaban as proximidades de Rabegh y sudistrito, prestaban sólo obediencia formal al jerife. Su verdadera vinculación era conHussein Mabeirig, el ambicioso jeque del clan, que sentía celos del jerife de La Meca yhabía roto con él. Estaba por entonces huido, vivía en las colinas del este, y se sabía queestaba en contacto con los turcos. Sus gentes no eran especialmente pro turcas, pero ledebían obediencia. De haber llegado a enterarse de mi viaje, Mabeirig podía haber ordenado a una partida de ellos que me detuvieran durante mi marcha hacia su distrito.Tafas era un hazimi, de la rama beni Salem de los harb, y por tanto no en buenasrelaciones con los masruh. Esto lo inclinaba hacia mí, y una vez aceptado el encargo deacompañarme hasta Feisal, podía confiar en él. La fidelidad de los compañeros de rutaera fundamental para los beduinos árabes. El guía tenía que responder con su vida por lade su acompañante ante un público muy sensibilizado. Un harbi, que había prometidollevar a Huber hasta Medina y había roto su palabra, matándolo cerca de Rabegh, aldescubrir que era un cristiano, fue condenado al ostracismo por la opinión pública, y, a pesar de los prejuicios religiosos en su favor, se vio condenado a llevar para siempreuna vida miserable por las colinas, separado de todo contacto con sus amistades, y privado de la posibilidad de desposar a ninguna hija de la tribu. Así que podía fiarme dela buena voluntad de Tafas y su hijo, Abdulla. Alí, por su parte, hizo todo lo posible,con detalladas instrucciones, por garantizar que su actuación fuera tan buena como suintención.Atravesamos el palmeral, que como una guirnalda rodea las dispersas casas deRabegh, y empezamos luego a cruzar bajo las estrellas la Tehama, la arenosa ymonótona franja de desierto que bordea la costa occidental de Arabia, entre las playas ylas colinas litorales, a lo largo de cientos de interminables millas. Durante el día esta baja planicie resultaba insoportablemente calurosa, y su falta de agua la convertía enuna ruta prohibida; pero las mucho más benignas colinas eran demasiado escarpadas para permitir el paso, tanto hacia el sur como hacia el norte, de animales de carga.El frescor de la noche resultaba agradable después de todo un día de contrastes de pareceres y discusiones como el que había soportado en Rabegh. Tafas avanzaba sinabrir la boca, y los camellos marchaban silenciosos sobre la suave y lisa arena. Mis pensamientos, mientras marchábamos, daban vueltas al hecho de ser aquélla la ruta de peregrinación por donde, a lo largo de incontables generaciones, las gentes del norte sehabían dirigido a visitar la Ciudad Santa, llevando consigo regalos piadosos para elsantuario; y parecía como si la Rebelión Árabe pudiera considerarse en cierto sentidocomo una especie de peregrinación de regreso, para devolver al norte, a Siria, ideal por ideal, una creencia en la libertad que compensara su rasada creencia en una revelación.Avanzamos así durante horas, sin variación alguna, excepto cuando a veces loscamellos se hundían o tropezaban un poco y las monturas rechinaban; muestra de que lalisa llanura había dado paso a un lecho de arena suelta, recubierto de ralos matorrales y,
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